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sábado, 28 de enero de 2012

el surrealismo romántico

A veces he tenido la fantasía de convocar a una conferencia a todas las mujeres con las que he tenido una relación e incluso aquellas con las que me negué a relacionarme. Les pediría perdón por las cosas que hice y que no hice, por ser quien soy, y luego las mandaría al diablo.

Podría haber seducido por necesidad, pero sólo he seducido por impulso, porque se sentía como la cosa correcta a hacer. Forzado, diametralmente cuadrado, gramáticamente incompleto. Un sentimiento absurdo con énfasis en la evasión de la realidad. Un surrealismo de las emociones. Un montón de palabras vacías.

Si alguien quisiera esconder bajo la alfombra a un elefante, sólo tendría que fingir que lo ha despellejado. Si las palabras tuvieran voluntad propia de transformar la realidad, sería mucho más sencillo expresar una idea a partir de la incoherencia, porque sólo habría que esperar hasta que “el verbo” trastornara el espacio. Pero eso no ha sucedido jamás.

Si diera mi conferencia en esos términos de nuevo les estaría mintiendo, pero yo me sentiría mejor por intentarlo, y muchas de ellas me verían nuevamente como misterioso y peligroso, quizás inalcanzable. Quizás, la versión intelectual de un accidente ferroviario en medio de un incendio forestal.

Quisiera convocarlas para pedirles perdón, pero sólo lograría seducirlas de nuevo. Entonces tendría que esperar otros diez años para volver a intentarlo. Por eso mejor no pedir perdón, y mucho menos por aquellas cosas que no entendemos o que no creemos haber hecho. Lo mejor es seguir adelante y actuar como si nunca pasó, para evitar que vuelva a ocurrir.

Quizás, con el tiempo, el congreso de víctimas del surrealismo mengue lo suficiente (entre falta de nuevos miembros y deserción de los viejos) como para que sólo haga falta pedirle perdón a una. En ese caso, tal vez, se pueda intentar; aunque realmente no creo que valga la pena.

Un hombrecito triste

El hombrecito pequeño se sintió frustrado. Puso otro maní entre sus dientes y lo hizo estallar para sentirse fuerte. Miró al vacío, a la calle, y deseó que alguien pasara para poder escupirle en la cabeza.

El frío no lo molestaba. Lo peor era ese aburrimiento atroz de cine universitario y de discusión política. Pero no había ningún grupo de estudiantes de sociología a quienes echarles la culpa. Él simplemente estaba solo en su apartamento.

Cuando dejó de estar tan enfocado en si mismo comenzó a sentir los mosquitos. EL zumbido de unos y las picaduras de otros. Se sintió raramente reconfortado, aunque sus manos le pedían a gritos que se rascara. De pronto pensó en enfermarse de malaria o de dengue, y se sintió más importante.

Todo eso lo asustaba. No se reconocía tan autodestructivo. Ese elitismo desesperado no se sentía como él. Buscó ahogar su nueva conciencia en una medida de whisky, pero sólo se sintió más intelectual.

“Quizás es en estas ocasiones en las que las mujeres se pelean con sus novios, para hacer algo que les permita escapar de algo.”

La música empalagosa, como un almíbar lleno de moscas, le llegó de los bares al otro lado de la plaza. La risa del portero lo asustó, y reaccionó tarde como para apuntarle y escupirle. El paraguayo sólo lanzó el cigarrillo por la mitad mientras acompañaba un vecino de regreso al auto, y volvió a entrar.

“Yo me perdí esa oportunidad.” -pensó imaginando los pelos embarrados de saliva y el otro pobre hombre intentando limpiarse.

Y sintió asco de él mismo.

“Toda la vida es asquerosa.” -pensó y se imaginó lamiendo el inodoro de un baño en una pizzería.
“Casi...” -se dijo a si mismo al terminar de meditar en esa fantasía.

El autor de este cuento le apagó la luz e hizo que soplara el viento entre las persianas, para obligarlo a hacer algo más interesante. Pero el personaje patético se resistió, insistiendo en ser solamente un tipo aburrido que no da para ninguna historia. Ni siquiera se disculpó por no haber sido policía, narcotraficante, banquero o abogado. Sólo era un hombrecito aburrido en balcón que no pensaba pedir perdón por eso.